Era difícil comenzar esta crítica, si desean catalogarlo como eso, sin un título que realmente reflejase lo que no solo yo sino todos los venezolanos del lado correcto de la historia piensan. Un estribillo de la banda caraqueña “La Vida Boheme”, puesta en escena una vez comenzada la primera década de los dos mil, quienes nos dejaron más que una canción un augurio; no del mejor: una realidad que no queríamos aceptar y que aún nos rehusamos a hacerlo. Me parece menester el hecho de que al provenir de un país que ha estado sumergido en un mar de escepticismo durante veinticinco años por razones que conocerán en el texto presente, informar cronológicamente a través de vivencias personales, lo que ha devenido en Venezuela es una obligación moral de todos los venezolanos.
Espero sea de su agrado, mi intención y deber de informarles a quienes no conocen, lo que los venezolanos, de hecho, sí.
Para empezar, Venezuela a mediados de los años 80 se encontraba inmerso en irregularidades nunca enfrentadas; impensable en la década dorada de los 70: corrupción, uso desmedido del poder del Estado, disminución o declive del precio del crudo, inflación e incluso una deuda externa de seis mil quinientos millones de dólares en cartas de crédito (a vencerse en junio de 1989); conceptos que el venezolano de aquel momento no manejaba en su vocabulario. Todo esto fue desencadenándose a medida que la incompetencia política fue afianzándose mucho más en Miraflores; en el que personajes como los expresidentes Luis Herrera (1979-1984) y Jaime Lusinchi (1984-1989), consideraban como prioridad otros asuntos y no de atención inmediata el reflejado desnivel que jamás se había visto en el país caribeño ya que la idea de una “Venezuela quebrada” era casi una blasfemia o un sacrilegio de vociferar. Sabiendo esto, procedamos al comienzo del fin de la perla de Sudamérica.
Antes de adentrarnos a los párrafos más anecdóticos de mi persona, es propicio contextualizar a quienes leen desde un punto de vista más cronológico lo que fue para muchos, el verdadero punto de partida: ¿Qué fue el «Caracazo»?
Inmerso en la situación previamente descrita, el 2 de febrero de 1989, Carlos Andrés Pérez fue reelecto como presidente para un segundo mandato en el que presentó y dictaminó nuevas ideas que no solo cambiarían, según sus palabras, la crisis económica y social en la que Venezuela se encontraba, sino también la política; ejecutando un total cambio de gabinete que inevitablemente aumentó la suma de enemigos tanto dentro (es decir, que aún permanecían) como fuera del ámbito gubernamental. Insistía en que la generación de relevo era uno de los remedios necesarios para un renacimiento de lo que fue en su momento Venezuela, ocasionando un descontento cotidiano en cualquier escenario político que sería partícipe de lo que estaba por venir.
Con su nuevo equipo e intervención del Fondo Monetario Internacional, Pérez diseña un plan que fomentaría y crearía una economía de libre mercado en el país, siendo estas medidas macroeconómicas anunciadas llevando el nombre del “Gran Viraje”. Un plan que en resumidas cuentas consistía en un recorte de gastos y aumentos en las tarifas de los servicios públicos con el fin de regularizar la inflación y evitar una hiperinflación en tal caso; la idea siempre fue nivelar la fluctuación económica, y recibir más de lo que se gasta.
Es importante recordar que en el mismo año que Pérez asume la presidencia, Venezuela se encontraba a tan solo tres meses de que la deuda de seis mil quinientos millones de dólares en cartas de crédito venciese en el plazo dado. Por lo que la pronta toma de “medidas drásticas” tuvieron que hacerse para evitar un colapso aún mayor. Esto terminaría por desencadenar el día 27 de febrero de 1989; a su vez orquestado por diferentes componentes dentro del ámbito político, tres meses de protestas, asesinatos, saqueos, allanamientos; entra otras atrocidades en las que el país durante mucho tiempo nunca se había encontrado involucrado.
Claramente en aquellos días, este humilde y joven columnista no estaba en planes de ser alguien en el mundo, de siquiera existir. Sin embargo, a consecuencia del ya narrado suceso, fue una cotidianidad el escuchar en las horas del almuerzo en casa, cualquier cantidad de anécdotas originadas en su mayoría por la constante interacción e intervención que tuvo la política en la vida de cada uno de mis familiares y de todos los venezolanos a partir del Caracazo. Muchos de mis tíos perdieron sus trabajos a costa de decisiones absolutamente impulsivas e impulsadas por lo que terminaría por germinar en los adentros de nuestro país: el Chavismo. Algo tan cercano y parecido como lo fue el nazismo de Hitler, como el fascismo de Mussolini.
Es importante aclarar que, el venezolano promedio de aquél entonces, no manejaba ni le interesaba los conceptos de los que tanto hablaban los políticos en la televisión o en la radio; era tan extraña la idea de considerar a Venezuela un país en declive que la gente no supo cómo reaccionar debidamente y acorde a las circunstancias que tampoco eran el incentivo verdadero ni mucho menos el paralelismo de la realidad de un país. En otras palabras, fueron totalmente manipulados.
Un conglomerado de personalidades de medios de comunicación, políticos, empresarios y hasta incluso artistas, vieron esta oportunidad como su última para jactarse de poder utilizando al “teniente coronelcito” golpista. Quien terminaría por traicionar a cada uno de los que se convirtieron en sus asesores para, en este caso, él mismo jactarse de poder hasta saciarse; algo que nunca terminó por ocurrir hasta su muerte. Propagando una plaga de codicia, odio y maldad a quienes luego pasarían a ser componentes de su entidad gubernamental; hasta el sol de hoy.
«Compañeros, lamentablemente por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la ciudad capital».
Hugo Rafael Chávez Frías – 4 de febrero de 1992
Es natural el hecho de que, en cualquier sociedad, cada uno de sus integrantes no concuerden con la misma idea o con siquiera, algo. Sin embargo, todo venezolano que vivió y estudió la historia de su país, concuerda y sabe perfectamente que algo cambió ese 4 de febrero de 1992: el primer intento de golpe de Estado efectuado por Hugo Rafael Chávez Frías y su conglomerado tanto político como militar, un teniente coronel sin mucho de qué hablar en su momento. ¿Quién hubiese imaginado que ese casi desconocido terminaría por convertirse en el cuadragésimo sexto presidente de la República y en un ejemplo para los ideólogos y políticos de izquierda en el continente? Absolutamente nadie. Por lo que, además del intento de golpe, su candidatura y ni hablar su posterior victoria en las elecciones presidenciales, fueron los sucesos que resultaron del Caracazo de unos años antes; emanando aires de un plan perfectamente esquematizado que ha venido ejecutándose en un periodo de cuatro años o más.
La victoria de Chávez fue obtenida por medio de una estrategia que hasta podría catalogarla como maquiavélica. Tanto él como sus aliados, estudiaron a la perfección al venezolano en sus distintas realidades sociales, hasta llegar al punto de manejar a su antojo a los más desamparados como un titiritero a su títere, y de tratar lúcidamente a los, llamémosle, más “letrados” o “magistrados” de la sociedad venezolana, llevándolos a lo que ellos querían: un escepticismo irremediablemente sesgado por la mera soberbia. Esto trajo consigo la abstención que necesitaban para ganar, tan solo la participación del 63,5% de la población.
Era tanta la división que ni los partidos que dominaron la política venezolana durante años, “Acción Democrática” y “COPEI” (Comité de Organización Política Electoral Independiente) presentaron candidatos que los representaran en los comicios del 6 de diciembre de 1998. No creo que haga falta que escriba quien ganó.
«Aquí no habrá ley, aquí no habrá derechos de expresión. Las cárceles se abrirán para quienes no estén de acuerdo con ese gobierno, no se le permitirá a nadie disentir. Todos los problemas que hoy vemos y queremos acabar, los de corrupción, del poder judicial. Todos se harán más graves aún».
Carlos Andrés Pérez – 22 de noviembre de 1998
Nací el 23 de mayo del 2001, tan solo unos años después de la victoria de Hugo Chávez, de hecho, su periodo estaba a un año de culminarse si tan solo se hubiese mantenido vigente la constitución de la República de 1961. Un año y algunos días después de su elección, el 20 de diciembre de 1999, Chávez promovió y determinó un cambio radical en la constitución del país; una constituyente redactada y aprobada por, en su momento, la nueva Asamblea Nacional constituyente en las que inscribía lo siguiente, pero en palabras más mundanas: “en vez de cuatro años estaré seis aquí y por ley”. Años después y por obvias razones, tomó más medidas para aferrarse cada vez más en la silla presidencial como el 15 de febrero de 2009, día en el que se realizó un referéndum que aprobaba la primera enmienda de los artículos 160, 162, 174, 192 y 230; traducción, aprobaron la reelección inmediata de cualquier cargo de elección popular de manera y cito “continua o indefinida”.
Está claro que nací y crecí en un país contaminado de chavismo. No puedo mentirles y escribir que tuve una mala infancia, afortunadamente gracias a los esfuerzos inhumanos de mis padres estos lograron criarme dignamente y darme una infancia acorde.
Sin embargo, no tuvo que pasar mucho tiempo para darme cuenta de los cambios repentinos de humor de mi papá al regresar a casa muy tarde por la noche cabizbajo para luego, escabullirme por la noche y así escuchar tras la puerta las charlas que tenía con mi madre, en las que discutían temas que no me eran tan complicados de entender: disminución de inscriptos en el instituto universitario de tecnología (nuestro negocio familiar); encarecimiento de necesidades básicas y el cómo lograrían pagar cada una de estas; estudiantes que desertaban sus estudios para poder abandonar su país; servicios básicos que no pagaban pero aun así ni funcionaban y por ende deterioraban el funcionamiento apropiado de las instalaciones; constantes robos e irregularidades dentro del ámbito burocrático del instituto. Todo esto durante más de diez años. Por lo que, por esa parte, viví la desesperación y decepción de mi padre en carne propia, pero a su vez un gran reflejo de la resiliencia y perseverancia del venezolano de bien.
Como consecuencia, era inevitable no hablar de política hasta en los ámbitos menos esperados. Recuerdo que, en mi colegio durante la primaria, tanto yo como los demás chicos de mi curso repetíamos lo que escuchábamos de nuestros padres, cosas como insultos hacia determinadas figuras políticas, groserías que ya no solo eran dichas por estandarizados disgustos sino por la misma persona. ¿Se darán una idea no? Imagina niños de entre 6 y 7 años hablando de Hugo Chávez y de otras personalidades relacionadas a lo intrínsecamente adulto. Hasta ese nivel llegaba su presencia y dominio sobre las colectividades venezolanas, cumpliendo ya veinticinco largos y dolorosos años.
Teniendo en cuenta la clara presencia tanto física como cultural del chavismo en mi vida desde pequeño, procedamos a la etapa en la que al final tomaría la decisión de dejar mi patria: mi adolescencia.
A los 18 años viví una serie de sucesos que ya pasaron a la otra cara de la moneda de la historia de Venezuela, los «apagones nacionales», es decir y en palabras más técnicas, suspensiones inadvertidas del servicio eléctrico desde el 7 de marzo del 2019; siendo incrédulamente para todos los venezolanos, el primero de cinco en total, prologándose de manera intermitente hasta el mes de julio del mismo año como consecuencia de la falta de mantenimiento e inversión y, por ende, pésimo funcionamiento de la Central Hidroeléctrica Simón Bolívar. Claramente el ahora «presidente», Nicolás Maduro y sus allegados, le atribuyeron a los Estados Unidos la responsabilidad de lo ocurrido.
Estos apagones suscitaron el retorno a las épocas más primitivas de sociedades pasadas en pleno siglo XXI. Sin lugar a dudas, los apagones del mes de marzo (de los días 7 y 25 respectivamente) fueron los más devastadores. El pueblo venezolano estuvo completamente incomunicado con el mundo, sumando la duración de ambos apagones por separado, nos da como resultado un total de doce días; casi dos semanas en un mismo mes sin poder saber de absolutamente nadie y tener que recurrir a generadores eléctricos de, con suerte, amigos, porque generalmente eran de desconocidos, para al menos cargar tu celular y verte con claridad en un espejo bajo un foco de luz artificial. Las compras en los supermercados no podían realizarse debido a que ni siquiera teníamos efectivo para pagar por comida o agua ya que, para ese entonces, el venezolano no retiraba efectivo de un banco o un cajero automático desde hacía años por la falta de papel para su impresión. La comida se dañaba así que muchos e incluyéndome, tuvimos que recurrir a heladeras portátiles llenas de hielo para prolongar la duración de los alimentos.
En mi caso, incluso tenía que buscar agua en un pozo con un balde en una mano y una soga en la otra; siendo el pozo una alegoría cruel a las fuentes de los tiempos antiguos. Esto ya que ni siquiera las cisternas con las cuales un minúsculo porcentaje de la población podía contar en momentos de desabastecimiento (el cual sigue siendo común), se encontraban operativas porque todos estábamos en la misma situación.
Hogares, hospitales, ancianatos, empresas, negocios, bufetes, escuelas, institutos, universidades, iglesias, farmacias, fábricas, orfanatos, comercios, hasta las mismas cárceles y demás organizaciones o corporaciones componentes de la sociedad venezolana, perecieron durante doce largos e infernales días. Es considerado por muchos, el punto más bajo al que llegó, ya ni el rastro de la “Perla de Sudamérica”. Indubitablemente, esta fue la gota que derramó el vaso para muchas personas que ahora se traducen a ocho millones de venezolanos fuera de sus fronteras, de sus hogares y de su cotidianidad. Su vida dejada atrás por la inherente codicia y desquicio de otros que sencillamente, no les importa más que velar por su propia subsistencia y sobre todo la de sus bienes por medio del narcotráfico.
Ahora, algunos años después y en una tierra que me adoptó como uno más de los suyos, escribo esta columna mientras mi país lucha de sobremanera y con total resiliencia la tiranía que nos ha asfixiado y controlado por casi treinta años. Cumplo con mi país en revelar a través de datos y experiencias personales lo que fue crecer en chavismo, lo que fue perder un plan de vida por el cual tus padres trabajaron e invirtieron tanto de su tiempo, atribuirles a las despedidas de amigos y familiares un significado de normalidad debido a que “¿Qué futuro crees que tendría estando acá mijo? Ninguno y tú tampoco” en vez de ser simples “hasta luego” porque sabías y tenías la certeza de poder ir a visitarlo o de que éste ser querido volviese ya que, al final, realmente nadie quiere abandonar su identidad y lo que en si es tuyo y suficiente como para enorgullecerte de pertenecer a una misma patria que otros.
La inmigración venezolana tergiversó la definición inicial de este concepto: el venezolano no emigra por voluntad, emigra por necesidad, de la supervivencia a la convivencia común y digna. Tristemente, es así de simple, no pedimos nada, solo que podamos vivir en paz; y presiento que, dentro de poco, muchos podremos volver a casa.
Tremendo trabajo🔥